sábado, 1 de agosto de 2015

Un caso de borderline en diferido

Nada más sentarse me soltó que se sentía prisionero de una mujer a la que no podía dejar. 

Juan era un tipo alto y fornido, pero su cabeza colgaba como si sus hombros soportasen un peso excesivo. Casi no me miró en esa primera sesión, sus ojos, hundidos, se columpiaban entre mis zapatos y los suyos, mientras me relataba su historia. Con voz quebrada me fue desgranando, sin yo apenas intervenir, el calvario que, según él, estaba pasando.
Hacía apenas un año que conoció a una chica por Internet. Como era oficial de marina, pasaba muchas horas dentro del buque donde estaba destinado. Al principio fue una más de las muchas con las que chateaba e intercambiaba fotografías. Pero poco a poco su interés se centró solo en ella,  con la que hablaba hasta altas horas de la madrugada...

Por ese tiempo, Juan tenía una relación con otra chica que residía en Sevilla y con la que había hecho planes de boda, compartían una casa  en esa misma ciudad, a la que escapaba cada vez que tenía un permiso, Tras varios años de noviazgo, dijo sentirse “aburrido y sin ilusión”, aunque, según él, "era la mujer con la que más se había sentido él mismo”. Por supuesto, mantenía sus sentimientos hacia ella en secreto, y continuó su relación como si nada ocurriese.

Mientras tanto, había comenzado a visitar a la chica de Internet. Ésta residía en Barcelona, en casa de sus padres.  Al parecer,   se encontraba aún convaleciente de una rara enfermedad, que la había sumido en una incapacidad para salir de su habitación y valerse por sí sola. De todos estos detalles, Juan ya era conocedor cuando decidió visitar a la chica en cuestión.

Cuando podía, agarraba su coche y,  en varias horas  sin apenas descansar, se plantaba en Barcelona, Ponía cualquier excusa a su actual novia y literalmente volaba hasta los brazos de la chica de Internet. Pasaba día y medio con ella pero a él le bastaba para sentirse feliz durante el resto de la semana.

Las primeras citas fueron, para él, inolvidables. Hacían el amor, veían películas, jugaban a diversos pasatiempos y se contaban cientos de cosas sobre sus vidas. Todo esto sucedía siempre dentro del espacio de la habitación de ella, ya que se sentía incapaz de poner un pie fuera de ésta. A lo sumo, con mucho esfuerzo, se aventuraba a la cocina donde recogía algún alimento.  A veces,  tropezaba con su madre y su padre, acabando este encuentro ineludiblemente en un conflicto repleto de gritos e insultos. En esas escenas ella siempre terminaba llorando en brazos de él mientras que le pedía en un susurro entrecortado que no la dejase nunca. Él la arropaba y besándola le prometía que siempre estaría con ella.

Pasaron los meses y la situación apenas cambio, excepto un fin de semana que después de mucho rogarle pudo sacar a la chica de la habitación y escapar a una casa rural donde pasaron un fin de semana. Llena de temores de muerte inminente, la chica lloraba agarrándose al cuello de él, decía sentir una opresión en el pecho que la ahogaba hasta dejarla sin aire,  después de mucho vacilar, acudieron a urgencias del hospital más próximo donde, después de varias pruebas médicas y  al no encontrar nada que hiciese sospechar de una dolencia física, le recetaron un tranquilizante.

Cada vez más, Juan se sentía prisionero de una cárcel que él mismo había fabricado, y las escapadas a Barcelona se le hacían más  difíciles. Cuando por algún motivo del trabajo le era imposible ir, la chica lo llamaba insistentemente. A veces,  se mostraba cariñosa y le hablaba de lo que lo amaba y lo feliz que se sentía a su lado, otras en cambio, le gritaba desde el auricular diciéndole que la engañaba, que había encontrado a otra, que ya no la quería como antes, para acabar amenazándole veladamente que se suicidaría. Juan se quedaba pegado al teléfono casi sin decir palabra mientras la escuchaba desde el otro lado, tras estas llamada a las pocas hora volvía a llamarle esta vez suplicándole que le perdonara, diciéndole mientras lloraba que había sido una estúpida por desconfiar de él. Esta dinámica se repetía una y otra vez si él no acudía a su acostumbrada cita de fin de semana.

Un día no fue ella la que llamo a juan sino el padre de ésta para decirle que  había sido internada en un hospital tras ingerir un bote de pastillas. A pesar de que el padre le insistió que no acudiese, Juan agarró su coche y tras un fulminante viaje se plantó al borde de la cama donde ella con la tez muy pálida seguía sumida en un coma tóxico. La veló todo el día jurándole que la amaría para siempre.

Al decir esto último rompió a llorar, agachó aún más su cabeza y quedó en silencio mientras las lágrimas caían en su pantalón de color claro. Agarró uno de los pañuelos de papel que estaban sobre la mesa y se sonó ruidosamente la nariz. “Estoy hecho un lio”,  acertó a decirme mientras sorbía el resto de mucosidad.



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estupendo, gracias.