Hace dos años una noticia recorrió el mundo entero cuando el
ministro de finanzas japonés hizo unas declaraciones que al parecer causaron
cierta perplejidad e indignación. El ministro en cuestión pidió a los ancianos
de su país que se diesen prisa en morir para que de esta manera el estado no
tuviese que pagar su atención médica.
Estas discutidas declaraciones, ponen sobre la mesa ese molesto afán que tienen
muchas personas por envejecer con el consecuente enturbio que produce en la
inestable sociedad del primer mundo y su preciado estado del bienestar.
Sin ir más lejos, en nuestro país, el presupuesto para el
2016 para el pago de pensiones, supone un total del 38´5% del total
presupuestado y, a pesar de las promesas del actual gobierno de la subida de las
pensiones, siempre con vista a las próximas elecciones, todo apunta a que para
los próximos años el gobierno de turno, tendrá que afrontar una bajada espectacular
de dicha pensiones y, cuyos beneficiarios más directos, serán bancos y
aseguradoras que verán engrosar sus beneficios con los seguros privados...
Al margen de cifras y especulaciones políticas, la ancianidad, actualmente, ha pasado de ser
un valor a ser una carga. Lejos queda esa imagen del anciano venerado al que se
le pedía consejo de todo aquello que, por ser el más viejo, entendía y se le
suponía un saber. Y es que la
experiencia no es lo que más aprecia la sociedad actual, sus miembros se mueven
compulsivamente al ritmo del mercado publicitario, los eslogan
La industria química, a la que llaman cosmética, se empeñan
en paralizar nuestra piel cerca de los treinta, mientras, ellos llenan sus ávidos
bolsillos con las ganancias de millones de personas que huyen despavoridas del
natural paso de la edad.
Pero, ¿por qué este afán en esconder lo obvio? Lo que se
viene llamando tercera edad representa, en su faceta más cruda, la
decadencia del cuerpo y la enfermedad. El
individuo torna vulnerable, dependiente y necesitado, la castración hasta ese
momento negada en la mayoría de los casos, sobreviene en forma de enfermedad
que cronifica y deriva a diversos órganos del cuerpo. Un nuevo duelo se impone
y este con más ahínco y firmeza que todos los anteriores que cualquier sujeto
afronta: la pérdida de la salud, de la vitalidad, de la valorada juventud y del
fin de la propia vida.
Lo que podría ser un periodo tranquilo, de reconciliación
con el sí mismo y con el mundo, pasa a ser un territorio hostil y denostado del
que nada se quiere saber y al que todo ansían llegar.
La crisis impertinente, marca nuevas formas de envejecer. Al
viejo se le recoge del asilo o de su casa particular para que la familia pueda
disponer de ese extra que representa la paupérrima pensión del anciano. En otros
casos se les asila en un geriátrico, donde comerá sopas de letras y disfrutará,
acompañado de un coro silencioso, de una televisión de plasma. Los más
atrevidos y obcecados se quedarán en su vivienda, de paredes empapeladas y
muebles que heredará el nieto para decorar su pisito moderno.
En este Madrid del siglo XXI, las calles de la ciudad, a
ciertas horas, se llenas de viejas de cabellos caldeados y de color indefinido, pasean en grupos de dos
o tres regresando o yendo a misa, a la
espera de la inevitable muerte, espantándola, como a un tábano molesto, con
rezos y suplicas.
Los hijos también esperan y en secreto hacen cálculos de la
herencia que les toca a razón de varios hermanos. Ellas enviudaron hace tiempo
y el cariño lo reparten entre el perro enano que les acompaña y al que hablan
como si fuese un niño y el nieto que de vez en cuando se acuerda de la abuela
que tantos billetitos de color azul le ha dado.
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estupendo, gracias.