Hace un tiempo tuve la fortuna de trabajar en un centro
ocupacional para personas con discapacidad intelectual y trastornos severos de
conducta. Mi experiencia allí fue enriquecedora en todos los sentidos. Supe de
la gratitud de unas personas cuyo amor incondicional, si, has leído bien,
incondicional, estaba allí, dispuesto a
quien tuviese la valentía de querer tomarlo.
La historia que os voy a relatar a continuación es el pasaje
de una de aquellas vidas que, por imposibles que os pueda parecer, sucedió y de
la que no fui testigo.
Todos allí le apodaban “el pajarico”. Un chico de no más de veinte años, ligero como una pluma, que pasaba todo el día
moviéndose de un lado a otro por la sala, colgándose en cualquier mueble como
un jilguero se cuelga de una rama oportuna. Siempre ataviado con un traje a modo de mono
completo que los auxiliares le colocaban del revés para que no pudiera desabrocharlo, pues, si
tenía la ocasión, se desnudaba en medio de la sala, dejando al aire todos sus
huesos y su poca carne. Enfundado en sus manos, unos guantes para que no arañase ya que tenía la afición de dejar marcado el rostro
de quien se tropezase en su camino...
No hablaba absolutamente nada, ningún sonido escapaba por su boca y lo más que hacía era moverse
inquieto continuamente de aquí para allá y luego de vuelta otra vez como encerrado en una jaula. De vez en cuando,
paraba su vuelo inquieto haciendo una
breve paradita para, encaramado quizás al brazo de un sillón, otear la reducida sala donde los demás usuarios, inmersos en sus soliloquios, yacían o paseaban
dependiendo de quien fuese el personaje y su afición.
Así pasaba el día, sin dar más trabajo que la de la hora de
la comida que, por su condición de pajarito humano, se alimentaba con la misma
cantidad que un polluelo en su nido. Los auxiliares a veces por pena y otras
por obligación intentaban por todos los medios de que algo más que aire cayese en su estómago
de pichón. Pero "el pajarico" cerraba su pico tras un par de cucharadas y, ni
ruego, orden o lamento podía abrir su pescuezo infantil. Tras la frugal comida
volvía a su baile inquieto y así hasta la hora dormir.
Uno de aquellos días amaneció lento y poco activo, al
principio los auxiliares lo vivieron con alivio pues ya no tenía que estar
atentos a su revoloteo incansable. Pero al paso de los días y viendo que
continuaba quietecito en un rincón, comenzaron a preocuparse. Llamaron al
médico de la residencia, un señor de barriga imponente y, tras un ligero examen
físico, sentenció que algún virus podría
estar incubando, le receto, para tal misteriosa enfermedad, unas pastillas que debería
ingerir en el desayuno, comida y cena.
Tras varios días, "el pajarico", continuó apagado serio, sin brillo y, por mucho que los
auxiliares le animasen, cantasen y besasen, este seguía apretado en un rincón.
Por la sala pasaron todos los especialistas de los que
disponía el centro y como no hallaron respuesta decidieron ingresarlo en un
hospital donde, tras muchas pruebas diagnósticas, lo devolvieron al centro con
un informe extenso donde decía en resumidas cuentas posible depresión.
Fue una mañana cuando una de los auxiliares, tras la ducha matutina
de rigor, observó un par de bultos que
asomaban en la espalda del chico. Alarmados, llamaron de nuevo al doctor de
barriga prominente, éste lo miró, lo remiró, palpó, golpeó los bultos
suavemente, y meciéndose la barbilla murmuró algo para sus adentros.
Mientras tanto, la habitación se fue llenando de auxiliares,
educadores y demás personal, apretándose los unos a los otros dando su opinión, por si al buen doctor le sirviese para
algo o porque así somos los humanos en las cuestiones que atañen al prójimo:
"parece
una inflamación severa", decía uno,”
"un cáncer tal vez", añadía otra,
"dos
granos infectados a punto se supurar", sentenciaba el siguiente.
El médico con
gesto preocupado recomendó, tras mucho vacilar, que de momento guardase cama,
mientras él consultaría el extraño caso a un reputado colega.
Así pasó el resto del día dormitando en su lecho, sin querer
comer lo más mínimo y por mucha fiesta y cariño que le ofrecían, mustio y quietecito continuó.
A la mañana siguiente, cuando fue a despertarlo el auxiliar
de turno, lo encontró encaramado en la ventana mirando al cielo limpio de
aquella mañana. Lo más increíble era que aquellos dos bultos de la espalda se
habían transformado en dos enormes alas que batió provocando una ventorrera
enorme en la sala y, sin mirar atrás, salió de allí volando,
alzándose sobre los tejados del centro, tanto que cuando se quisieron dar
cuenta, era solo un puntito lejano.
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estupendo, gracias.