sábado, 29 de agosto de 2015

"El pajarico"

Hace un tiempo tuve la fortuna de trabajar en un centro ocupacional para personas con discapacidad intelectual y trastornos severos de conducta. Mi experiencia allí fue enriquecedora en todos los sentidos. Supe de la gratitud de unas personas cuyo amor incondicional, si, has leído bien, incondicional, estaba allí, dispuesto  a quien tuviese la valentía de querer tomarlo.
La historia que os voy a relatar a continuación es el pasaje de una de aquellas vidas que, por imposibles que os pueda parecer, sucedió y de la que no fui testigo.
Todos allí le  apodaban “el pajarico”.  Un chico de no más de veinte años,  ligero como una pluma, que pasaba todo el día moviéndose de un lado a otro por la sala, colgándose en cualquier mueble como un jilguero se cuelga de una rama oportuna.  Siempre ataviado con un traje a modo de mono completo que los auxiliares le colocaban del revés  para que no pudiera desabrocharlo, pues, si tenía la ocasión, se desnudaba en medio de la sala, dejando al aire todos sus huesos y su poca carne. Enfundado en sus manos, unos guantes  para que no arañase ya que  tenía la afición de dejar marcado el rostro de quien se tropezase en su camino...

No hablaba absolutamente nada, ningún sonido  escapaba por su boca y lo más que hacía era moverse inquieto continuamente de aquí para allá y luego de vuelta otra vez como  encerrado en una jaula. De vez en cuando, paraba su vuelo inquieto haciendo  una breve paradita para, encaramado quizás al brazo de un sillón, otear  la reducida sala donde los demás usuarios,  inmersos en sus soliloquios, yacían o paseaban dependiendo de quien fuese el personaje y su afición.
Así pasaba el día, sin dar más trabajo que la de la hora de la comida que, por su condición de pajarito humano, se alimentaba con la misma cantidad que un polluelo en su nido. Los auxiliares a veces por pena y otras por obligación intentaban por todos los medios  de que algo más que aire cayese en su estómago de pichón. Pero "el pajarico" cerraba su pico tras un par de cucharadas y, ni ruego, orden o lamento podía abrir su pescuezo infantil. Tras la frugal comida volvía a su baile inquieto y así hasta la hora dormir.
Uno de aquellos días amaneció lento y poco activo, al principio los auxiliares lo vivieron con alivio pues ya no tenía que estar atentos a su revoloteo incansable. Pero al paso de los días y viendo que continuaba quietecito en un rincón, comenzaron a preocuparse. Llamaron al médico de la residencia, un señor de barriga imponente y, tras un ligero examen físico, sentenció  que algún virus podría estar incubando, le receto, para tal misteriosa enfermedad, unas pastillas que debería ingerir en el desayuno, comida y cena.
Tras varios días, "el pajarico", continuó apagado  serio, sin brillo y, por mucho que los auxiliares le animasen, cantasen y besasen, este seguía apretado en un rincón.
Por la sala pasaron todos los especialistas de los que disponía el centro y como no hallaron respuesta decidieron ingresarlo en un hospital donde, tras muchas pruebas diagnósticas, lo devolvieron al centro con un informe extenso donde decía en resumidas cuentas posible depresión.
Fue una mañana cuando una de los auxiliares, tras la ducha matutina de rigor, observó  un par de bultos que asomaban en la espalda del chico. Alarmados, llamaron de nuevo al doctor de barriga prominente, éste lo miró, lo remiró, palpó, golpeó los bultos suavemente, y meciéndose la barbilla murmuró algo para sus adentros.
Mientras tanto, la habitación se fue llenando de auxiliares, educadores y demás personal, apretándose los unos a los otros dando su  opinión, por si al buen doctor le sirviese para algo o porque así somos los humanos en las cuestiones que atañen al prójimo: 
"parece una inflamación severa", decía uno,”
"un cáncer tal vez", añadía otra,
"dos granos infectados a punto se supurar", sentenciaba el siguiente.
 El médico con gesto preocupado recomendó, tras mucho vacilar, que de momento guardase cama, mientras él consultaría el extraño caso a un reputado colega.
Así pasó el resto del día dormitando en su lecho, sin querer comer lo más mínimo y por mucha fiesta y cariño que le ofrecían,  mustio y quietecito continuó.

A la mañana siguiente, cuando fue a despertarlo el auxiliar de turno, lo encontró encaramado en la ventana mirando al cielo limpio de aquella mañana. Lo más increíble era que aquellos dos bultos de la espalda se habían transformado en dos enormes alas que batió provocando una ventorrera enorme en la sala y, sin mirar atrás, salió de allí volando, alzándose sobre los tejados del centro, tanto que cuando se quisieron dar cuenta, era solo un puntito lejano.

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estupendo, gracias.